Puertas cerradas, heridas abiertas en el corazón



La mañana estaba hermosa, el sol brillaba con mayor resplandor que de costumbre para ser época de invierno. Era domingo y nos disponíamos a salir de cobertura Arsenio, Juan y yo en el móvil de guardia, a buscar historias detrás del carrulim, como es costumbre tomar temprano cada 1 de agosto con la idea de espantar los males que se dice trae consigo el aciago mes.
Un pedido urgente por radio desvió nuestro camino, -un ida y vuelta hasta Trinidad para una foto nomás- ordenó Fretes desde la base, la primera información fue que el surtidor frente al Ycuá se estaba quemando. Creo que ninguno de los tres pensó en ese instante que esa cobertura sería talvez una de las más largas de nuestra carrera periodística en Crónica, donde más de un mes seguimos contando los casos de gente que de un día para el otro simplemente se fue.
Creo que nunca me animé hasta hoy a escribir lo que experimenté aquel día, por más que me dediqué por entero junto a mi entonces dupla Antonia, a seguir contando las vivencias de los que salieron del fuego y de los que se quedaron adentro porque las puertas se cerraron. 
Hay muchos detalles dolorosos que bloquee intencionalmente de mi mente, porque si bien se trata de transmitir la información de manera imparcial, en estos casos, difícilmente uno puede evitar involucrarse con lo que pasó allí.
Con el correr de los días, los análisis, interpretaciones y todo lo que se vino después recuerdo que en una de mis clases en la Facultad de Psicología, un profesor nos dijo que en las vidas de las personas en general se vendrían grandes cambios, replanteamientos, distanciamientos por las heridas emocionales que se abrieron.
Que notable…aquel día se cerraron las puertas para casi 400 almas y se abrieron heridas profundas en los paraguayos que perdieron algo en el imponente edificio del Ycuá Bolaños, una de las cadenas de supermercados más prósperas de entonces.
Lo que no puedo borrar son los gritos desesperados de aquella mamá que preguntaba por su hijo, la mirada perdida del caballero que contemplaba con impotencia el incendio, el esfuerzo de pasa manos que hacían los bomberos, canillitas, taxistas, vendedores cargando los cuerpos. Todos alineados en el estacionamiento del Tropi Club donde quedaron uno al lado del otro, prácticamente calcinados. En ese momento miré al cielo y traté de ver algo más que el humo negro que envolvió toda la esquina y frente del local, en el súper, donde seguía otro grupo tratando de romper las paredes.
-Hay que ser fuerte compañera-, me dijo Arsenio, tras sacar las últimas tomas y esperar otro equipo de relevo. No hubo palabras, ni más lágrimas, debíamos seguir adelante, como mucha gente que vivió a su manera, o tal vez más intesamente, o inexplicablemente ese momento.
En las posteriores notas todo era tristeza y más tristeza, de gente que perdió al amor de su vida, a su hijos, a sus padres, a sus primos, nietos, abuelos, familias enteras. También casos de cuerpos que nunca se encontraron, o quedaron como NN en el Cementerio del Este. Historias de fantasmas, apariciones, ángeles y demonios que se concentraron en unas páginas de diario que también le dio espacio a los relatos esperanzadores y solidarios que nunca faltaron.
Hoy a diez años de la tragedia que enlutó al Paraguay también quiero escribir lo que pasé como testigo de aquel doloroso 1 de agosto que siempre vivirá en la memoria colectiva,  me costó sacarlo pero al fin lo hice. 

Tal vez esta no sea una historia de amor como las que acostumbro describir, pero se que el amor es el hilo conductor de todo lo que ayuda a cicatrizar aquellas heridas que quedaron en el corazón. Y eso espero de corazón.

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